domingo, 26 de diciembre de 2010

"Ophidia", de Gustavo Díaz Solís

Mi vida está detenida al margen de su vida apagada. Refugiado en la oquedad de este árbol, al abrigo del relente de la madrugada que desciende de lo alto de la selva, evoco sus gestos que ya no podrán repetirse. Hace frío y la humedad pesa en el aire y en la niebla que se desplaza despacio entre el ramaje. El suelo está mojado y por el brillo de las hojas carnosas la luz huye de la sombra verde.
       ¡Ah, qué hermosa era Ophidia! En el duermevela retorna su perfil exacto, sus ojos donde crepitaba una diminuta y misteriosa astronomía. Ya no podré olvidar su fina boca que aún en los momentos de abrirse desmesuradamente para dar asilo al alimento era tan graciosa; ni su cuerpo parduzco adornado de cruces rojinegras. Persiste en mis sentidos la suavidad de su vasto pecho amarillo, la quietud de sus maneras, su personal garbo al arrastrarse, la inefable elegancia con que iniciaba el ascenso a los árboles.
     Hace un momento ha partido Cazadora, mi pequeña y fiel amiga. Y en el insomnio me he puesto a repasar este amargo suceso de mi vida. Cazadora ha acercado a mí su gesto de consuelo y, como siempre, ha repetido parte de la triste historia. La parte que no yo vi.
       Lo que sucedió después es ridículo. Aquel hombre valióse para su placer del más abominable procedimiento, No estuvo satisfecho con quitar la vida a Ophidia, sino que preparó aquella farsa.
       La mujer entró a la estancia. Vio el cuerpo de Ophidia. Rayó de un grito el aire y trató de ganar la puerta. Pero antes de que pudiera hacerlo vino al suelo, tomada de una parálisis de pánico.
       Entonces ocurrió algo extraordinario.
       El hombre salió de su escondrijo. Entre risotadas deslizó melosas palabras a su mujer. Ella se fue sosegando poco a poco y el color habitaba de nuevo su rostro. Mientras tanto el hombre la acariciaba prolijamente. Por último, allí mismo, realizó con ella un precipitado acto lleno de ruidos y movimientos.

****

Esto lo supe después de una larga espera en la que filtrábase la angustia.
       Comencé a estar urgido de venganza.
       Entonces, el árbol familiar y las noches lóbregas de la estación lluviosa fueron de especial soledad. Un total desgano anuló todas mis normales apetencias. Supe en aquella imprevista conjunción, cuánto había amado a Ophidia; cómo estaba aferrada mi vida a la suya, bruscamente abolida. Quise morir. Pero cómo es de cierto que la muerte no prospera donde hay demasiadas fuerzas sosteniendo la vida. Así, en aquellas tristes horas, mi inmensa energía no me dejó perecer. Mi aflicción era rechazada por esa vasta posibilidad vital que caracteriza a los seres de mi especie. Probé mudar de paisaje. Imaginé huir a una comarca desierta donde no hubiese espiral de liana ni redondez de arbol (sic) que me trajese su recuerdo. Intenté la evasión. Pero al llegar a la margen del gran río me faltaron fuerzas —¡increíble!— para cruzarlo. Torné, pues, al cotidiano ambiente. Visité los sitios que habían sido de nuestra predilección. Trepé, torturádome, nuestros árboles favoritos. Verifiqué las sinuosas huellas que habíamos trazado, sobre las cuales comenzaba a cerrase la hierba. Experimenté no sé qué placentero dolor en el dolor de revivir los días placenteros. Y en toda aquella peregrinación de congoja me acompañó —aguda esquirla— la idea de la venganza.

****

Todavía estaba allí. Para el asesino la muerte de Ophidia fue seguramente un hecho más, recuerdo a la deriva en el pasado. Cómo era posible que una aberración de perspectiva hubiese convertido la más hermosa realidad de mi vida en razón de bastarda, irracional complacencia. Aquellas horas fueron de interior consulta. Medité sobre la importancia que tenía este desconocimiento de las distintas especies con relación a sus respetivos ciclos vitales. Cómo una intervenía violentamente en el ciclo de otra, sin reparar en las consecuencias de su intervención. Cavilando de esta manera llegué a la conclusión pavorosa de que la creación era la obra de un poderosísimo e inspiradísimo inepto, puesto que no parecía haber otra manera de subsistir sino por la destrucción de los demás y la incorporación del organismo de otros seres a nuestro propio organismo. Y por debajo de estas convicciones recurría el rencor. La necesidad de tomar venganza circulaba ya en mi sangre —hielo en el hielo.
       Necesitaba explorar, analizar las circunstancias. Tenía que acercarme a la cabaña. Y así lo hice durante varias noches.
       Desgraciadamente, aquella gente no parecía dejarla a esa hora. Debían de temer la oscuridad, porque apenas invadía llenaban la cabaña de una gran claridad amarilla. Yo no podía observar con precisión, pues la prudencia me aconsejaba instalarme entre las ramas de un árbol que se alzaba en el patio. Con todo, conocí algo de la apariencia de la compañera del hombre. Me llamaron la atención sus ojos, que eran como diez veces los de Ophidia. Carecían, no obstante, de la vivacidad de éstos, de su encantadora fiereza. El hombre miraba mucho a su mujer y extendía hacia ella repetidas veces las manos y los brazos. A mi entender la finalidad de tales movimientos era poner su piel en contacto con la piel de su compañera. Advertí en esto cierta analogía con nuestros hábitos.
       La mujer logró interesarme. Debo confesar que tenía gracia. No sé si las flexiones de sus brazos me obligaban a asociar la imagen de los movimientos de Ophidia, o si en su andar había algo de las voluptuosas contorsiones de mi desaparecida compañera.

****

Una noche mientras vigilaba, otro hombre, pequeño, llegó a la puerta de la cabaña. Yo nunca le había visto. El recién llegado golpeó en la puerta con los nudillos. La puerta se abrió. El hombrecito penetró en la luz interior. La puerta tornó a cerrarse. Poco después abrióse de nuevo y salieron el desconocido hombrecito y el hombre.
       Era una oportunidad incomparable…
       Avanzaron. Detuviéronse casi debajo del árbol donde me hallaba agazapado. El hombre se acercó las manos a la cara. Hizo una pequeña luz y luego exhaló humo por la boca.
       Ya estaba pronto a saltar. Y no pude, ¡no puede hacerlo…! Inesperada parálisis inmovilizó mi cuerpo. Parecía estar vivo en piedra. Temí caer. Y entonces, sin previa sensación de alivio, se me aflojaron los músculos, como si lo que me mantenía rígido se hubiese derretido suavemente.
       Miré hacia abajo. Nadie había. Maleza adentro una lucecita saltaba en la obscuridad.
       Desconcertado percibí que entre la pared y la puerta había una gruesa raya de luz.

****

Sin vacilaciones me deslicé hasta el suelo. Traspuse la pequeña distancia y me asomé por la rendija. Con la cabeza empujé poco a poco y me arrastré pegado a la pared hasta que tuvo fin. Creo haber visto de soslayo que la mujer, sentada, jugaba con unos hilos de colores. Crucé y me hallé en una estancia afortunadamente obscura. Allí pude orientarme.
       El corazón me brincaba en la espalda.
       Resolví ocultarme para poder recobrar todos mis sentidos. Pensé que el hombre tenía necesariamente que entrar allí durante la noche. Con esfuerzo pude enrollarme todo debajo la cama. El recuerdo de Ophidia me estimulaba como una convicción.
       Después oí pasos. Eran pasos de la mujer, menudos, nerviosos. El recinto se llenó de luz. La mujer movíase de aquí para allá. Deteníase brevemente y recomenzaba. Arriba de mí, la cama se hundió un poco. Sentí crujir las maderas. Vi muy cerca los pies de la mujer.
       Finalmente la estancia quedó a oscuras otra vez y se hizo un amplio silencio. Torné a sosegarme.
       Recordé el rostro de aquella mujer. Yo había estado viéndolo tantas noches que manchó indeleblemente mis pupilas. ¡Por cierto que ella quería a aquel canalla! Acaso tanto como Ophidia me quiso a mí. Ah, pero aquel hombre no podía querer como yo a mi compañera desaparecida. Caí de nuevo, inevitablemente, en mi congoja, en la pena de mi soledad irremediable. Me entristecí. Estuve a punto de abandonar la cabaña. Pero la urgencia de vengarme prevaleció.
       Me conforté en el pensamiento de que, antes de entregarme definitivamente a mi dolor, debía proporcionar al asesino el más grande que yo podía proporcionar. ¡Pero era tan fácil para mí estrangularlo! Para él serían, cuando más, unos pocos momentos de horrible miedo, de angustia, de dolorosa impotencia, cuando mis anillos quebraran sus huesos frágiles, aplastaran sus débiles músculos, exprimieran la vida. El dolor que yo deseaba para él debía acompañarlo conscientemente, irrevocablemente. Debía ser como éste que desde la muerte de Ophidia yo sufría. Sí, ¡eso era! Tal vez la venganza perfecta era ésa. Era producir en él un dolor exactamente igual al mío. Era otorgarle la contrapartida exacta de mi propio dolor.
       Entonces vi todo claro, como una pista en la noche.

****

Distendí lentamente mis anillos y subí, subí a la cama. La mujer estaba inmóvil. Dormía. Un pedacito de piel anulaba el brillo de los ojos. Extrañamente, esta vez no me hizo recordar a Ophidia.
       Experimenté hacia aquella mujer un absurdo agradecimiento. Ella hacía posible esta cabal venganza.
       Arbol de aire, el recuerdo crece en el silencio y en la soledad.


Bibliografía

Díaz Solís, Gustavo (1973). «Ophidia». En: Arco secreto y otros cuentos. Caracas: Monte Ávila Editores: 15-23

Ophidia

El cuento titulado «Ophidia», de Gustavo Díaz Solís, nos evidencia, de una manera amarga, la deshumanización del hombre. El cuento serpentea, desde principio a fin, entre lo humano y lo animal. Pero no de la forma esperada. El animal, en este caso una serpiente, se nos muestra como un censor de los actos «irracionales» del hombre. El hombre, visto a través de los ojos del animal, nos resulta absurdo: sus gestos, sus acciones, su modo de vida.
     A medida que el cuento transcurre, la serpiente narradora nos hace patente las diferencias entre ambas especies. Las descripciones de los personajes (físico, voz, etc.) y sus respectivos ambientes (selva, cabaña, oscuridad, luz) son detallados de tal forma que no supone ambigüedad alguna. Sin embargo, sí la hay; y en esto radica lo paradójico: que a pesar de saber quién es el animal y quién el hombre, los roles se entremezclan. El animal se nos presenta como una conciencia profunda, reflexionadora, como un «yo» que juzga a un «tú», como un ser humano; mientras que el hombre se nos muestra como un animal; definiendo, aquí, animal, como lo no humano, lo que no tiene conciencia de sus actos, lo «irracional».
    El cuento comienza con la detención del tiempo para luego dar paso a los recuerdos. La hermosa imagen «mi vida está detenida al margen de su vida apagada» (Díaz Solís, 15) nos da una sensación de angustiosa eternidad: la ilimitación de lo inmóvil donde el insomnio se desplaza buscando refugio y «el recuerdo crece en el silencio y en la soledad».
     Un ambiente frío y húmedo propiciará la meditación, la nostalgia y los recuerdos…
     Ophidia, la compañera de la serpiente que relata el cuento, es asesinada por un hombre, un cazador. A raíz de este hecho, en la serpiente brota algo que antes, como animal, no había sentido: el deseo de venganza. La primera idea de la serpiente es acabar con la vida del hombre, pero el desenlace es otro: la ley del talión.
     «¡Qué hermosa era Ophidia!» (p. 15). Las palabras de la serpiente resuenan en nuestros oídos como un palpitante eco que se pierde en la lejanía de la tristeza. Puede ser un recuerdo, pero, también, un grito desesperado que lo llevará a urdir su venganza.
     La forma como recuerda la serpiente a su amada nos hace sentir simpatía por Ophidia y su compañero (narrador):

…Persiste en mis sentidos la suavidad de su vasto pecho amarillo, la quietud de sus maneras, su personal garbo al arrastrarse, la inefable elegancia con que iniciaba el ascenso a los árboles (p. 15).

Cierto día Ophidia me dejó antes del alba para regresar al árbol de sus padres. Hacía tiempo que no iba por allá y pensó saliendo a esa hora hallaría algunos conejos para llevarles. (Los padres estaban tan viejos que podían subsistir durante todo el invierno con un par de conejos) (p. 17).

…Supe en aquella imprevista conjunción, cuánto había amado a Ophidia; cómo estaba aferrada mi vida a la suya, bruscamente abolida. Quise morir. (…) (p. 18)

         ¡Ah, qué hermosa era Ophidia! (p. 15).

     Los recuerdos rezuman respeto, admiración y amor, mientras que el trato del hombre hacia su mujer (sumisa, de complaciente pasividad) nos lleva a la compasión: «Al hombre gustábale sorprender a su mujer con rarezas que hallaba en sus incursiones a la selva. Frente a su asombro, él soltaba la risa escandalosa, desproporcionada» (p. 16).
     El hombre se nos torna insensible. Por eso compartimos unánimemente las dolorosas reflexiones del ofidio:

…Para el asesino de Ophidia fue seguramente un hecho más, recuerdo a la deriva en el pasado. Cómo era posible que una aberración de perspectiva hubiese convertido la más hermosa realidad de mi vida en razón de bastarda, irracional complaciencia. Aquellas horas fueron de interior consulta. Medité sobre la importancia que tenía este desconocimiento de las distintas especies con relación a sus respectivos ciclos vitales. Cómo una intervenía en el ciclo de la otra, sin reparar en las consecuencias de su intervención. Cavilando de esta manera llegué a la conclusión pavorosa de que la creación era la obra de un poderosísimo e inspiradísimo inepto, puesto que no parecía haber otra manera de subsistir sino por la destrucción de los demás y la incorporación del organismo de otros seres a nuestro propio organismo. Y por debajo de estas convicciones recurría el rencor. La necesidad de tomar venganza circulaba ya en mi sangre —hielo en el hielo (pp. 19-20).

     ¿Hielo en el hielo?, pero ¿de quién es realmente la sangre fría? El animal engulle otros animales para sobrevivir. Y, es penoso decirlo, pero pareciera no haber otra manera de hacerlo (no vamos a ahondar en esto ni meternos en teorías vegetarianas). Pero, el hombre, ese ser «consciente, racional», es el único capaz de sentir placer por la muerte de otro (animal u hombre), no sólo lo mata, sino que se vanagloria al hacerlo.
     Es verdad, una aberración de perspectiva puede abolir bruscamente una vida, una especie, una sociedad, un país, un mundo. El hombre lo sabe, sin embargo actúa sin importarle las consecuencias. Es el único ser que ríe a carcajadas después de cometer fechorías. Los actos están a la vista: las guerras, las violaciones a los derechos humanos, el irrespeto a su propia gente.
     En el cuento, precisamente, la humanización de la serpiente delata aún más cuán inhumano puede ser el hombre con los animales con un hedonismo único:

El hombre a veces entraba en la selva y abatía las aves con un arma que proyectaba fuego y ruido en el aire. Asimismo alcanzaba otros animales en su carrera. Parecía que su principal propósito era matarlos para mostrar los cadáveres a su mujer. Cazadora [una serpiente amiga] me ha contado que precisamente las aves más hermosas eran lanzadas a la maleza después que pasaban la sorpresa y los comentarios… (pp. 16-17).

     Y no sólo eso. El mismo placer con que mata a Ophidia, es el que siente al asustar a su mujer con el cadáver de la serpiente recién asesinada. La insensibilidad se ve más patética al reírse estentóreamente de su «gracia», la cual provocó un desmayo a su mujer, para después manifestarle, efusivamente, su amor (para la serpiente estas acciones rayan en lo rídiculo, lo extraño y fuera de lo normal):

El hombre limpió del cuerpo de Ophidia el barro que había recogido en la travesía y lo dispuso en tal forma que un extraño podría creer que estaba dormida (p. 17).

Lo que sucedió despues es ridículo. Aquel hombre valióse para su placer del más abominable procedimiento. No estuvo satisfecho con quitar la vida Ophidia, sino que preparó aquella farsa.
     La mujer entró a la estancia. Vio el cuerpo de Ophidia. Rayó de un grito el aire y trató de ganar la puerta. Pero antes de que pudiera hacerlo vino al suelo, tomada de una parálisis de pánico.
     Entonces ocurrió algo extraordinario.
     El hombre saltó de su escondrijo. Entre risotadas deslizó melosas palabras a su mujer. Ella se fue sosegando poco a poco y el color habitaba de nuevo en su rostro. Mientras tanto el hombre la acariciaba prolijamente.
     Por último, allí mismo, realizó con ella un precipitado acto lleno de ruidos y movimientos (p. 18).

     Y es precisamente aquí, en el amor, donde estos dos seres van a relacionar sus vidas: «…El hombre miraba mucho a su mujer y extendía hacia ella repetidas veces las manos y los brazos. A mi entender la finalidad de tales movimientos era poner su piel en contacto con la piel de su compañera. Advertí en esto cierta analogía con nuestros hábitos» (p. 20). Al hombre y a la serpiente los va a unir el amor que ambos sienten por sus respectivas compañeras, y ese amor los unirá, para siempre, tanto en la soledad como en la muerte.
     La serpiente, después de rememorar los momentos placenteros con Ophidia, sale a concluir su venganza.
     En la oscuridad, sólo la luz de la cabaña se distingue. Desde las ramas de un árbol, otea y escudriña los movimientos de los humanos. La mujer le hace recordar a Ophidia, sus ojos, el movimiento de los brazos. El hombre se encuentra allí, luego sale. Ése es momento de actuar, de consumar su propósito. Pero la serpiente se arrepiente, se paraliza. La serpiente, ese símbolo, en nuestra sociedad, de todo lo malo, lo detestable, repulsivo y lo urdidor (por su sigiloso deslizar), tuvo un momento de arrepentimiento. Pero el dolor se encaja como aguda esquirla y es malo consejero. Por eso, se introduce, sigilosamente, en la cabaña, debajo de la cama. Y en paciente espera del hombre acumula su congoja.
     Estrangularlo sería muy fácil. Sólo sufriría un momento. La mejor venganza es hacerle sufrir un dolor igual al suyo:

Entonces vi todo claro, como una pista en la noche (p. 23).

Distendí lentamente mis anillos y subí, subí a la cama. La mujer estaba inmóvil. Dormía. Un pedacito de piel anulaba el brillo de los ojos, esta vez no me hizo recordar a Ophidia. Experimenté hacia aquella mujer un absurdo agradecimiento. Ella hacía posible esta cabal venganza (ídem).

     La ley del talión. Al igual que Ophidia, la mujer estará de tal forma que «un extraño podía creer que estaba dormida» (p. 17). Pero no será así. También será «una farsa». Una cucharada de su propia medicina. Quizás, otro grito rayará el aire.
     Ya no se oye la estentórea risa. «Árbol de aire». Cabaña de aire. Y, tal vez, refugiado en la oquedad de algún lugar, al abrigo del sereno de la noche, haya un hombre, al igual que una serpiente, cubierto de soledad, sintiendo: «Mi vida está detenida al margen de su vida apagada» (p. 15).


Bibliografía

Díaz Solís, Gustavo (1973). «Ophidia». En: Arco secreto y otros cuentos. Caracas: Monte Ávila Editores: 15-23

Elizabeth Haslam